Envenenamiento medioambiental y salud

Teodoro J. Martínez Aran/Médico y pediatra

La capacidad del ser humano para modificar su entorno nunca había supuesto un problema importante para el medio ambiente antes de la revolución industrial. Desde entonces, nuestra relación con el medio natural ha sufrido una profunda metamorfosis que ha convertido a los seres humanos, antaño simbióticos con su hábitat, en parásitos que esquilman los recursos a su alcance y degradan su entorno, perjudicando su propia salud con los residuos de su actividad.

Jamás nos meteríamos voluntariamente en una cámara de gas. Sin embargo, en la mayoría de nuestras ciudades respiramos todos los días un aire que nos mata lentamente. Lo mismo podríamos decir de los tóxicos contenidos en lo que comemos, se disuelven en lo que bebemos o forman parte de los productos que compramos y utilizamos.

Según la OMS, al menos una de cada cuatro muertes prematuras en el mundo fue debida a causas medioambientales. Este porcentaje subió a un tercio de las muertes antes de tiempo en menores de 14 años. La Agencia Medioambiental Europea, por su parte, estima que entre el 5 y el 10% de los DALYs perdidos (Disability Adjusted Life Years: suma de los años potenciales de vida perdidos por muerte prematura la mortalidad y los años de vida productiva perdidos por discapacidad) son debidos a este grupo de causas. No nos hallamos ante una nueva epidemia; apenas empezamos a conocer la magnitud del problema de la relación entre medioambiente y salud. Simplemente, lo habíamos obviado.

Sería temerario despachar los datos tachándolos de delirios de profetas del apocalipsis ecologista. Los organismos gubernamentales señalados son especialmente cautos al establecer relaciones causales entre un grupo de muertes y una causa atribuible a la actividad humana, sabedores del conflicto de intereses que sus recomendaciones suponen entre el desarrollo económico de las naciones y la salud. Si de algo pecan los informes es de ser excesivamente conservadores en sus conclusiones.

El abanico de causas medioambientales de enfermedad y muerte cada día se hace más amplio: aire, agua, alimentos, entornos de trabajo… todos pueden llegar a ser nuestro verdugo silencioso si no se toman las medidas adecuadas. Por ejemplo, las sustancias más peligrosas que contaminan el aire, responsables de cánceres y enfermedades cardiovasculares y respiratorias, tienen fuentes comunes, y se encuentran a menudo en interiores, en concentraciones preocupantes para la salud. Por otra parte, los mares interiores y los grandes ríos continentales ya tienen en sus peces de mayor tamaño niveles de metales pesados venenosos para el ser humano consecuencia de siglos de vertidos incontrolados, lo que ha obligado a algunos sistemas de salud como el español a recomendar evitar el consumo de determinados pescados a embarazadas y niños menores pequeños por el riesgo de envenenamiento por mercurio.

Podríamos añadir, uno tras otro, el resto de lentos y eficaces asesinos contratados por nuestro demencial estilo de vida y cuyas armas cargamos a diario con un consumismo feroz que contamina ríos, tala bosques, esquilma recursos y acumula montañas de desechos en aire, mar y tierra en todo el mundo –aunque con una perversa querencia por los países más desfavorecidos-. Los vertidos mineros de La Oroya, que han condicionado que el 95% de los niños peruanos tengan niveles de plomo en sangre que triplican los recomendados por la OMS; o la ciudad de Dzerzhinsk, con el triste record de ser la más contaminada químicamente de la tierra y una tasa de mortalidad que supera en un 260% la de natalidad; o la ciudad con el aire más irrespirable del planeta, la china Linfen; o Chernobil y Fukushima, con sus más de 100.000 muertos la primera, y un número por determinar la segunda, terribles monumentos a la inconsciencia humana, cuyo incómodo silencio –que habrá de durar siglos- resulta un clamor mucho más poderoso que el parloteo de los corifeos de las bondades de la energía nuclear.

No es la naturaleza quien tiene un problema, estimado lector, sino usted, y yo, y el resto de la humanidad. Ningún onanismo mental sobre nuestra pretendida superioridad como especie puede hacernos olvidar que la vida estaba aquí antes que nosotros, y seguirá estándolo después de que nos extingamos, si nos empeñamos en conseguirlo. Ni el eje de la tierra o la intensidad de las tormentas solares pueden cambiarse, pero sí  somos responsables de la política de transporte, el consumo de combustibles fósiles o los vertidos de la industria. Podemos comprar y comprar y comprar, o reducir, reutilizar, y reciclar.

De lo que usted, y yo, hagamos, comamos, compremos, votemos, exijamos, permitamos y toleremos, dependerá la salud de todos nosotros, y el futuro de nuestros hijos. Que jamás nos puedan recriminar que, habiendo podido tanto, nos hayamos atrevido a tan poco.

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